viernes, 1 de febrero de 2008

Sobre la difícil infancia...



Hace algunos días, una compañera de trabajo explicaba, escandalizada, que dos niñas chinas de la escuela, la mayor de seis años, iba solas a su casa, un restaurante de la zona. Para llegar a él hay que atravesar un parque donde siempre suele haber mucha gente y una calle con semáforo. Un trayecto breve, pero no estamos acostumbrados a ver niños pequeños con tanta autonomía, actualmente. Mientras los niños y niñas extranjeros, como comentaba ayer, van por la calle con cierta libertad, nuestros niños andan tan sobreprotegidos que a menudo los hay que llegan al ciclo superior de primaria y todavía vienen al cole con los papis o los abuelitos.

Hay una extraña percepción del peligro, que nos hace pensar que antes no pasaban cosas. Pues sí, pasaban cosas, unas cuantas. Y en casa te avisaban sobre posibilidades inquietantes, con recomendaciones diversas: si una señora te quiere dar un caramelo, si un señor te sigue, pasa lejos de los portales... Todavía estaban vivas, en el imaginario popular, las referencias a extraños crímenes para sacar sangre a niños pobres, sangre que, decían, servía para hacer remedios para los ricos. El famoso caso de la vampira Martí nunca se aclaró del todo, por ejemplo. Yo diría que los señores que se arrimaban, en aglomeraciones, transportes o cine, han disminuido en número, quizá porque la desinhibición infantil es mayor y hay más miedo de la reacción posible, en general.

En los pueblos, los crímenes rurales se recordaban durante años y las agresiones sexuales se ocultaban y enmascaraban. Víctor Català tiene un cuento, La pua del rampí, en el cual una madre entrega a su hija ese instrumento, para que lo utilice como arma, en caso de un ataque, las intenciones del cual se sobreentiende, y sabemos que acaba pasando lo previsto, cuando encuentra un hombre muerto. La madre sabe que todo se repite, ella misma, se intuye, sufrió agresiones en el pasado. Claro que antes no sufríamos la insistencia televisiva sobre delitos, ni sabíamos lo que ocurría lejos de nuestras calles o pueblos.

Con diez años o menos, íbamos a postular para el Domund, en octubre, con aquellas huchas que eran cabezas de indios, negros, chinos o hindúes. Subíamos y bajábamos escaleras y llamábamos a las puertas, sin miedo, en grupitos de tres o cuatro niñas. Afortunadamente, no nos encontramos ningún agresor, aunque sí algún exhibicionista de los de la gabardina, frecuentes en aquella época. En una ocasión, unos niños nos empezaron a perseguir, y, en lugar de seguir juntas, huimos corriendo, cada una por su lado. Siguiendo los consejos familiares entré en una tienda de ultramarinos de la calle Piqué, y la tendera salió con una escoba a asustar a los niños, que no debían ser mucho mayores que nosotras. Como el mundo de antes estaba lleno de misterios en el ámbito sexual, no entendíamos qué nos podían hacer, pero parecía aconsejable la huida. Entre las muchas leyendas urbanas del momento decían que había un hombre llamado ‘el gamberro de la calle Tapiolas’ que tenía unas gafas con las cuales veía a la gente desnuda. Cualquier señor con gafas de sol y aspecto un poco sospechosos me producía escalofríos. Una amiguita me aseguró que si te pillaba y te hacía ‘algo’ cuando fueses mayor y hubieses ‘hecho el cambio’ te podías quedar embarazada si te lavabas los pies con agua fría.

A pesar de los peligros, reales o imaginarios, los niños, desde pequeños, en pueblos y ciudades, íbamos solos a la escuela, a comprar y a dónde hiciese falta. La graduación de movimientos contaba con una cierta jerarquía, atravesar el Paralelo, en mi caso, era ya un acto iniciático. Y peligroso, porque no había semáforos y aunque el tráfico era menor los tranvías habían pillado a más de uno. Tenía yo unos tíos en Besalú y una vez que fui a verlos me enviaron a llevar unos encargos de mi prima, que era bordadora, a una casa al otro lado del río, para ir a la cual debía pasar el puente. Recuerdo que pasé mucho miedo, no se veía a nadie y debía tener yo, entonces, unos ocho años. Encontrar, en nuestros tiempos, un virtuosos punto medio coherente, prudente respecto a la educación de los niños, pero que no nos fuerce a sobreprotegerlos de forma excesiva, resulta muy complejo. Todavía resulta más difícil admitir que los niños no son tan inocentes, incapaces ni asexuados como nos gustaría. O que la infancia no es, ni mucho menos, una época idílica, etérea y feliz.

2 comentarios:

Clarice Baricco dijo...

Acabo de conocer a la amiga de una amiga, que vive en Singapur, y me contaba precisamente de los niños pequeños que andan en la calle sin peligros. Y de que allá no hay violencia como en el DF.

Debería ser tan fácil la infancia, pero resulta que no. Los peligros están latentes en la propia casa.
Vencer el miedo y dar seguridad a los niños es lo cotidiano, la lucha.
A veces ya no sé que decir sobre los tiempos, de cuales fueron mejores.
En fin. Tema largo para conversar.

Saludos.

Júlia dijo...

Buenos días, Clarice.

A pesar de los pesares, y hablando del mundo en el cual vivo yo actualmente, y comparando com la vida de mis abuelos, 'a pesar de todo' hemos mejorado bastante. Sin embargo, la humanidad no sigue una progresión constante sinó, creo, cíclica.

La infancia tiene un gran problema, se depende en todo de los mayores y, como en tantas cosas, el azar determina nuestra felicidad infantil.

Queremos controlar todos los peligros y riesgos, de niños y adultos, pero eso es imposible, porque el riesgo siempre existe. La saludable prudencia no debería degenerar en paranoia.