martes, 15 de junio de 2010

Chéjov, un contemporáneo



En el año 2004 se celebró el centenario de la muerte de Chejov. Este año se celebra el 150 aniversario de su nacimiento. En relación con los grandes personajes quizá tenga más lógica celebrar su muerte que su nacimiento, es al morir cuando se puede hacer un balance de su obra. Lástima que, por razones obvias, el afectado no pueda hacer su propia valoración.

Pocas cosas se pueden decir de Chéjov que no se hayan dicho. Se trata de un autor que me parece absolutamente moderno, tanto en su narraciones, llenas de un extraño, resignado y terrible humor, como en ese teatro en el que parece no pasar nada o pasar poca cosa. Ver a Chéjov bien representado siempre vuelve a emocionar, sus personajes son grises, se mueven en un entorno mezquino del que no pueden escapar, pero en ese mismo entorno hay una enorme grandeza humana y una bondad sin límites.

En la entrada anterior mencioné que la relectura de Mc Cullers me había recordado a Chéjov. Dos sociedades tan distintats y sin embargo, ¡qué parecidas en tantos aspectos! Todas las sociedades humanas lo son. Por encima y por debajo de las particularidades culturales, económicas, históricas o geográficas hay un hilo invisible, sutil, que la buena literatura, el teatro o el cine saben encontrar cuando acceden a esa extraña magia que convierte un texto o una imagen en un clásico.

Chéjov es incluso moderno en su aspecto físico. Sus retratos nos lo muestran siempre atractivo, a veces distante, otras veces feliz. No me extraña que gustase a las mujeres. Fue también un hombre bueno, generosos, de vida difícil i infancia casi miserable. Demasiado modesto en la valoración de su propia obra, vivió con la inmensa sombra de Tolstoi muy cerca. Tolstoi era entonces el grande y es también un gran autor, pero si comparamos el aspecto de los dos hombres vemos a un decimonónico y a un contemporáneo, cosa que también se refleja en su literatura. Claro que Tolstoi era mucho mayor, aunque sobrevivió a  Chéjov algunos años.

Se casó, un poco tarde, sobre todo considerando que su vida fue corta, con Olga Knipper, una gran actriz que vivió hasta 1959 y que, según dicen, tuvo que pedirlo en matrimonio porque él no se decidía. Quiero pensar que esos últimos y breves años de matrimonio fueron felices, tan felices como podía permitir la enfermedad del escritor, aquella tuberculosis que tantos estragos hizo hasta hace algunas décadas y que las miserias y las guerras que azotaron Europa desde finales del XVIII hasta hace cuatro días contribuyeron a aventar, acabando con la flor y nata de la juventud de la época.

La verdad es que cada vez que lo releo me gusta más que la vez anterior. No sé si me pasa a mi o es una sensación generalizada. Sin embargo ese placer va acompañado  también de una profunda melancolía, de una pena extraña que me dura unos días, de la tristeza que nos produce lo inevitable: la sensació de qué la felicidad no depende de nuestra voluntad sinó que a menudo se escapa de nuestras manos como el agua, dejando sólo una agradable percepción de frescor y poca cosa más.

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